El día de ayer me bañé hacia el atardecer. Me adormecí por unos veinte minutos, tratando de descansar del malestar. A pesar de la congestión nasal, dormí y reparé; pero, en general, no me sentía bien.
Ya para la noche la fiebre empeoró. Ahora mismo tengo fiebre, fuerte, con estremecimientos. Tomo Atamel y me acuesto. Me la paso, pues, en cama, pero no puedo estar tranquilo. De la asociación civil del edificio donde vivo (la cual presido), me llama la obligación. Debo salir a entregar una citación a una señora conserje que tenemos que no trabaja.
Me pongo de acuerdo con unos vecinos y salgo a la jefatura. Algo de sordera se había empezado a desarrollar en mis oídos, y los sentía sordos, valga la redundancia. A pesar de ello salgo, sólo por el hecho de continuar con el proceso en contra de la señora conserje (ya se le había entregado una primera citación). Debíamos proseguir de modo que no fuéramos nosotros los que fallásemos ante la jefatura.
Cuando estoy con los vecinos llegando, llueve. Me mojo algo con esta tan temida lluvia de la ciudad. Caracas es una ciudad con smog, con cielo turbio, como toda metrópolis. Las gotitas de agua que caen vienen con todo: gérmenes patógenos, suciedades. Debí agarrar unos cuantitos de ellos.
En la noche la fiebre alcanza la cumbre de los 40º. Me someto a un régimen de analgésicos Atamel. Sufro de anosmia (pérdida del olfato) por unas horas, de paso.
Para entonces empiezo a tener la conciencia de que actúo irresponsablemente conmigo mismo al no ir a ver al médico. Me las arreglo pensando que no es más que un resfriado, que la cosa es viral, que nada la detendría, ni siquiera el médico. No queda más que atenuar los síntomas de un inevitable desarrollo viral.
Los virus se alojan y se desarrollan; cumplen su ciclo, sin que fuerza humana los detengan. Así tranquilizo mi conciencia y trato de dormir. Yo padezco de aversión a los médicos, lo confieso, a los químicos que nos recetan y que nos contaminan. En lo posible intento pasar mis enfermedades al natural.